Benito Taibo
02/11/2014 - 12:00 am
El regreso de la esperanza
He comenzado cinco veces esta columna y la he borrado. Tal vez debido a esa suerte de sombra que hoy nos ronda y nos circunda y nos oprime el pecho y no nos deja respirar como deberíamos. Peor aún, sabiendo que estas letras, aparecerán el 2 de noviembre, día de muertos como sí de una […]
He comenzado cinco veces esta columna y la he borrado.
Tal vez debido a esa suerte de sombra que hoy nos ronda y nos circunda y nos oprime el pecho y no nos deja respirar como deberíamos.
Peor aún, sabiendo que estas letras, aparecerán el 2 de noviembre, día de muertos como sí de una broma macabra se tratara.
Y es que en cada nueva noticia, nos hundimos como piedras en el cenagoso fango del encono mezclado con una tristeza inmensa que paraliza, y que hace ver esas palabras que escribimos como un acto sin sentido, sin fe, sin aparente destino
Y por eso he borrado cinco veces el inicio de esta columna. Hasta que uno de mis santos laicos, Rafael Alberti, ha venido desde el más allá a iluminarme, con versos que son casi un bálsamo, un arrebato, una profecía:
Hace falta estar ciego,
tener como metidas en los ojos raspaduras de vidrio,
cal viva,
arena hirviendo,
para no ver la luz que salta en nuestros actos,
que ilumina por dentro nuestra lengua,
nuestra diaria palabra.
Hace falta querer morir sin estela de gloria y alegría,
sin participación de los himnos futuros,
sin recuerdo en los hombres que juzguen el pasado sombrío de la tierra.
Hace falta querer ya en vida ser pasado,
obstáculo sangriento,
cosa muerta,
seco olvido.
Y vuelvo a escribir, porque no se hacer otra cosa. Porque sé de cierto que las palabras, como estas de Alberti, también pueden ser tabla para el náufrago, consuelo para el justo e incluso horca para el ruin.
Hace unos años, escribí la crónica que ahora mismo les comparto. Eran otros tiempos y nuestros desvelos eran por otros motivos diferentes a los que hoy nos ocupan.
Y sin embargo, sigo creyendo que la crónica y lo que pasó, sigue teniendo vigencia y validez. Y está llena de esas palabras que nunca sobran. Y lo hago con un inmenso deseo de abonar con ellas, en lo que se pueda, para encontrar juntos, en un resquicio, a la vuelta de la esquina, en ese cajón, en la memoria, en la acción, a la esperanza…
No soy depresivo, más bien maníaco. Y sin embargo…
El lunes pasado me cayó encima una sombra. Así que, me fui a comer a casa de mi madre. Tiene 85 años. Vivió una revolución (la del 34 en Asturias), la guerra civil española, un exilio, el 68, y como ella misma dice misteriosamente: «una sequía perdurable» (cosa que hasta el día de hoy no he entendido pero que siempre me hace pensar en el realismo mágico). Nos manda a todos. Es «La jefa».
Notó, inevitablemente mi cara y la losa que traía en la espalda, como miles de otros mexicanos.
Sorpresivamente éramos solo cuatro a comer (donde generalmente comen entre doce y quince personas todos los días desde tiempos inmemoriales). Y sin decir nada, fue hasta la cocina, cuando ya estábamos en el postre y volvió con un huevo frito, solitario, en un plato.Y me contó una historia que yo tenía escondida en la cabeza.
«En plena guerra, estábamos en el cerco de Asturias. Los fascistas tenían rodeada la ciudad y el ataque sería inminente. No había nada de comer. Nada. De repente, la vecina de abajo nos trajo un huevo en un acto de amor y solidaridad impresionante. Éramos cuatro. Se discutió mucho a quien dárselo. Había un anciano, dos mujeres y un niño. Al final se decidió que el niño lo tendría. Se le puso, frito, en la mesa. Todos estábamos famélicos. El niño tendría unos siete años. Lo puso frente a él y muy cuidadosamente lo cortó en 4 partes iguales, idénticas y pasó el plato al centro de la mesa. No hay mucho más que decir. Aquí está el huevo».
Y mi madre lo cortó en cuatro y lo puso al centro de la mesa.
Es el huevo más rico que he comido en toda mi vida, el que más recordaré, el más perfecto de los huevos del mundo.
Porqué es el huevo compartido.
Lo que me estaba diciendo mi madre, sin necesidad de decirlo, es que en la noche más oscura, en los momentos más jodidos, en medio de la tormenta, alguien pondrá esperanza al centro de la mesa. Y hay que compartirla. Sólo podremos salvarnos en matata, en enjambre, en comunidad, como decía Rutilio Grande. No podemos ser una isla.
Mi madre lo que hizo, fue devolverme la sonrisa y la esperanza. Yo sé que tiene muchos, muchísimos huevos para compartir.
Hasta aquí esa mínima crónica.
Hoy, los que están poniendo los huevos de la esperanza en la mesa, son los que siguen buscando a los desaparecidos vivos, las que lanzan la bolsa de comida al vagón del tren que pasa a toda velocidad, los que se levantan a las cuatro de la mañana para ir a chambear, los que ponen el hombro y en algunas ocasiones, también, la siempre necesaria palabra.
Porque allí, donde parezca que no hay asidero, faro, orilla, justicia, habrá personas como ellas y ellos, que nos darán ejemplo.
Y eso, basta.
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